Los menores de edad y el uso de plataformas de apuestas y juegos on line
Por la Asociación Civil «Si nos reímos, nos reímos todxs».
La «a-dicción» es sin-dicción. La palabra queda en deuda. No hay un decir, sino un gozar sin freno, sin palabra que mortifique al goce. No hay elaboración de lo que pasa por el cuerpo.
Las adicciones comienzan con la idea de «control» de las entradas y salidas del goce. «No es para tanto. Yo puedo con esto, ya sé hasta dónde puedo llegar y cuando quiera lo dejo». Negación y minimización.
Por ese camino se pueden ir rompiendo los lazos del sujeto con los discursos ordenadores de la vida social y abriendo las compuertas de los paraísos artificiales. Ahí comienza lo problemático del consumo.
Llegados a este punto, nos encontramos con los consabidos discursos que apuntan a la escuela.
Ahora bien, cabe preguntar ¿qué puede la escuela y hasta dónde? Y habrá que admitir que no puede todo, porque frente a la enorme problemática que nos ocupa, puede hacer lo que le es propio como su lugar de enseñanza: observar, conversar, contener, acompañar.
También puede moderar el uso de dispositivos digitales en la escuela. Pero eso requiere atemperar perentoriedades que se cuelan en las aulas a través de los teléfonos celulares como, por ejemplo: mensajes irrumpiendo durante el horario de clases.
Es de la experiencia docente de todos los días el tener que repetir una y otra vez la frase: «Estamos en clase. Guarde el celular, por favor». Para tener que volver a decir lo mismo, decenas de veces en cada jornada. Y las respuestas o excusas más cándidas y habituales que suelen ofrecer son de este estilo: «Es que le estoy contestando un mensaje a mi mamá».
Pues bien, si acaso fuera cierto, ¿esos adultos podrían interrumpir tan fácilmente a otros adultos en el trabajo? Es muy probable que la respuesta fuera negativa. Pues bien, entiéndase que el estudio es un trabajo. Al respecto, entonces, la escuela podría organizarse para responder algo así como: «Dígale a su madre que, si tiene algo importante que comunicarle, se dirija primero al teléfono de la escuela y, a su debido momento, el preceptor le comunicará a usted el mensaje».
Incluso en los recreos, los celulares deberían permanecer en el aula. Tan solo disponibles para ser usados en actividades escolares cuando el docente lo habilite.
Todo eso con el propósito de ayudarles a moderarse. No como regla de disciplinamiento para su normalización, sino como forma de moderar los propios impulsos de cara al cuidado de sí y de las relaciones con los demás. Dicho de manera sencilla: «Cuando quiero algo, sé esperar».
Es la parte que la escuela puede. Hablar con los adolescentes y sostener el no. Pero no puede todo, de cara a un fenómeno tan enorme.
Lo que la escuela puede también incluye la articulación con otras instituciones para, por ejemplo, participar en mesas de trabajo sobre la temática, desplegar campañas de difusión, brindar talleres de concientización para adolescentes y padres, etcétera.
La mayor parte de la vida social de los adolescentes transcurre fuera de la escuela, donde pueden encontrarse frente a verdaderos procesos sistemáticos de captura y arrasamiento subjetivo. Estos procesos se articulan buscando los puntos débiles de los adolescentes, para manipularlos. Mientras que, por el contrario, la escuela se apoya en los puntos fuertes, en las mejores posibilidades de los estudiantes.
Los adultos que los incitan a participar en juegos de azar promueven conductas precarias, masificadas, con decisiones de escasa calidad. Los educadores, en cambio, promueven actuaciones responsables y autónomas a partir de verdaderas decisiones personales libres, gracias a las cuales los adolescentes puedan convivir con los demás sin perderse de vista como semejantes.
Valga, entonces, repetirlo una vez más: el problema no está en los adolescentes, sino en los adultos que banalizan el fenómeno al naturalizar los juegos de apuestas por parte de los menores de edad.
Esta problemática ronda en torno a una seria temática de responsabilidad intergeneracional.