
TRES MUERTOS EN 20 MINUTOS: LA TRÁGICA Y ABSURDA HISTORIA DEL CANICHE QUE CAYÓ DESDE UN PISO 13 EN CABALLITO
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Octubre de 1988. En Avenida Rivadavia al 6100, en el barrio de Caballito, el mediodía se presentaba como cualquier otro. El sol primaveral rebotaba en las veredas. Los porteros conversaban en la puerta de los edificios, las señoras hacían las compras con sus changuitos, algún oficinista pedía cigarrillos en unl kiosco, los chicos salían del colegio para almorzar, un joven caminaba con los avisos clasificados bajo el brazo. Por la calles pasaban autos, los taxis andaban despacio cerca del cordón para levantar algún pasajero, los colectivos zigzagueaban por la avenida y recibían algún que otro bocinazo. Lo dicho: un mediodía de viernes cualquiera.
Marta Fortunata Espina tenía 75 años y había salido a hacer las compras como todos los mediodías. Primero el almacén, luego la carnicería. Pero este no iba a ser un día más.
De pronto, la tragedia. Una tragedia inesperada, multiplicada, absurda. Una cadena de tres muertes en muy pocos minutos.
Desde uno de los departamentos del piso 13 del edificio de Avenida Rivadavia 6155, justo en la esquina con la calle Morelos, en el barrio de Caballito, corazón geográfico de la Ciudad de Buenos Aires, un caniche se desplomó en caída libre. El tránsito activo, abigarrado, de autos y peatones de la avenida aumentaba las probabilidades de que, a esa hora, pudiera impactar en alguien. Y lo hizo.
El perro dio de lleno en la cabeza de Marta Fortunata Espina. Su muerte fue instantánea. También la del perro.
Un encargado de un edificio de la cuadra anterior recuerda que una de las propietarias del edificio en el que él trabaja se había detenido a saludar, en ese momento, a Marta. Durante años la mujer siguió recordando con pavura cómo salvó su vida por centímetros y también la impresión del momento: “El ruido seco del golpe quedó dentro mío”, decía.
Los que estaban alrededor tardaron en entender qué sucedía. Todo fue demasiado repentino e insólito. Había una parte racional que se negaba a aceptar lo que habían presenciado. Los primeros que se pudieron recuperar del shock o los que recién llegaban a la escena se abalanzaron sobre la mujer para intentar reanimarla. Apenas llegaron a ella, no necesitaron ser médicos para comprender que no había nada para hacer. El informe forense determinó que la muerte se debió al aplastamiento de las vértebras que produjo el impacto del caniche en caída libre sobre la cabeza.
Estos accidentes, estas desgracias generan un interés súbito. Son un imán que atrae a la gente, que distrae, que aglutina.
El panorama era de caos para los que recién arribaban a la escena. Trataban de unir los elementos que veían pero les costaba trazar una historia plausible, verosímil. El cuerpo de la mujer por un lado, el del perro por el otro, la bolsa con las compras desparramadas por la vereda, otra señora sentada en el umbral del departamento, el portero agarrándose la cabeza, las caras deformadas por el horror. Llegaban al lugar atraídos por los gritos, por los cuerpos desparramados, por la misma gente que se congregaba, por las corridas, por las frenadas.
Era imposible deducir lo que había sucedido. Aun los pocos que habían sido testigos tenían dificultades para entender los hechos. Todo sucedió demasiado rápido, casi imprecisamente ¿Cómo creer, además, un suceso tan poco frecuente, tan absurdo?
Los recién llegados querían saber, entender, los hechos. Las versiones corrían rápido y se deformaban los hechos, como en el juego del teléfono descompuesto. Algunos hablaban de un infarto, otros de un tropezón. Estaban los que afirmaban que un perro había matado a una mujer: los que escuchaban eso suponían que la había atacado y mordido. Sólo unos pocos repetían sin demasiada convicción que el caniche, que yacía en las baldosas, se había desmoronado desde el piso 13.
A esa altura ya una pequeña multitud desbordaba la vereda, que derramaba hacia el asfalto. La policía hacía lo que podía y los médicos se dieron cuenta de que no tenía demasiado sentido su presencia allí. La ambulancia que había llegado para asistir a la Sra. Espina se estaba retirando.

De pronto, otro ruido sordo, más fuerte que el anterior, aullidos, gritos desesperados, llantos. El interno 15 de la línea 55 había arrollado a una mujer que se había acercado al lugar. El colectivo arrastró a la mujer varios metros. Otra muerte en el acto. La tragedia se multiplicaba.
La esquina de Rivadavia y Morelos no tenía ni tiene semáforo. Morelos comienza ahí, en la avenida. Los informes periodísticos de la época, además de la falta de semáforo y de la aglutinación de curiosos, afirmaron que lo que terminó de conspirar con la situación es que los semáforos de las dos esquinas más cercanas, el de Donato Álvarez y el de Malvinas, no estaban sincronizados y eso aumentaba el caos.
La nueva víctima se llamaba Edith Solá y tenía 47 años.
Hipólito le contó a TN: “Yo trabajaba a tres cuadras de ahí, en el Colegio Eccleston. Era justo mi horario de almuerzo. Cuando escuché que había pasado algo y como nadie podía explicar los hechos, me acerqué al lugar. Desde lejos se veía una pequeña multitud. Había colectivos parados, mucha gente en la calle, varias ambulancias. Rivadavia ya estaba cortada y ni siquiera nos dejaron cruzar de vereda”.
Pero todavía no había terminado el mediodía de terror en Caballito. Aunque parezca obra de un guionista exagerado, enajenado, todavía faltaba otra muerte.
Un hombre que al ver los dos cadáveres (dicen que presenció el momento en el que el colectivo arrolló a Edith) empezó a sentirse mal. Intentó alejarse. Cruzó Rivadavia pero a los pocos metros no pudo más. Ingresó en una concesionaria de autos que había en la vereda de los números pares y pidió ayuda. Mientras los vendedores de autos llamaban a una ambulancia, el hombre se desvaneció. Los médicos de una de las ambulancias que ya estaban ahí por los siniestros anteriores lo asistió y lo llevó al hospital. Los policías que estaban haciendo un cordón en la zona, cruzaron corriendo para hacer lugar para que pudieran llevarlo a un hospital cercano. Pero el hombre no resistió la crisis cardíaca y murió antes de llegar.
Al pensar en lo ocurrido ese mediodía, en las víctimas instantáneas y en sus familias es imposible no recordar las frases que, como un mantra, Joan Didion repite en El Año del Pensamiento Mágico: La vida cambia rápido/ La vida cambia en un instante/ Te sentás a cenar/ y la vida que conocés se acaba.
Una mujer mayor, pequeña y muy elegante, en el hall del edificio de Rivadavia 6155 dice en voz baja, casi como en una confesión y con la condición de no dar su nombre: “Yo vivía en el edificio. Pero se había muerto mi papá y fui por unas semanas a acompañar a mi mamá. Varias veces por semana volvía a regar las plantas y a buscar correspondencia. Ese día llegué a los minutos que se había producido el desastre. El portero me descubrió entre el gentío y me dijo que me quedara allí que él me traía las cartas. Cuando le pregunté qué había pasado, me respondió: ‘El perro de los Montoya. Un desastre. Se cayó desde el balcón y mató a una señora’. Yo no entendía nada”.

En uno de los diarios de la época, un vecino dice que el matrimonio dueño del perro estaba devastado. El entonces encargado del edificio vecino cuenta que no entendían cómo Cachy se había caído.
Desde la calle, en la actualidad, se ve que todas las unidades del piso 13 tienen cerramientos o protecciones. Según las crónicas y el recuerdo algo difuso de uno de los testigos, el sitio tenía unas chapas de aluminio y el perro persiguiendo una pelota pasó por un resquicio que había entre ellas y cayó al vacío.
Otro testigo, un portero que todavía trabaja a unos 50 metros del lugar del accidente, relata: “No podíamos creer lo que había pasado. Era un drama absoluto. Hoy algunos hacen chistes con el tema pero fue una tragedia. A la señora la conocía, la veía pasar todos los días”.
Un hombre mayor que vive en el edificio de Rivadavia 6155 nos dice que él no vivía en ese momento allí pero que por supuesto conoce la historia. La portera cuenta que trabaja allí desde hace 32 años, ingresó cinco años después de la tragedia.
En 1988, según las fotos de los diarios, pegado al edificio, en la esquina, se ve un local que se llamaba Confort Lambaré, una casa que vendía alfombras, papeles para revestimiento de paredes, cortinas. El negocio no está más. Ahora lo ocupa un Bonafide. El transeúnte ocasional toma café y compra chocolates sin estar avisado que esa esquina fue el escenario de un dominó absurdo y desgraciado. Pero los vecinos, hayan estado o no ese día de hace 35 años, saben perfectamente qué sucedió. Todos escucharon alguna historia, a todos alguien le contó algún detalle de ese mediodía, todos recuerdan qué estaban haciendo en ese momento.
Del otro lado del edificio hay una farmacia homeopática. Tiene más de 100 años de antigüedad. Ese día estaba abierta y su aspecto era similar al de hoy: los muebles de madera en las paredes, los techos altos, los frascos de vidrio. Las farmacéuticas son demasiado jóvenes como para haber estado pero también ellas saben de la historia del caniche y las tres muertes que siguieron.
En la parada del 53, uno de los varios colectivos que paran en esa cuadra y que se dirigen hacia el lado de Flores y Liniers, un señor de unos 65 años con campera de All Boys y un jogging gris se acerca cuando nos ve consultando en un negocio que vende antigüedades, vajilla y un sinfín más de cosas. Él también tiene su historia del 21 de octubre aunque no tiene ninguna precisión, no recuerda los detalles, ni si la atropellada fue una mujer o el infartado un hombre, ni la consecución exacta de los sucesos. Pero sí cuál fue su sensación y lo que ocurrió después en el barrio: “Ese día tenía franco. Estaba en un bar, en la otra cuadra. Cuando escuchamos los gritos fuimos muchos los que corrimos al lugar. Viste cómo es. Esas cosas generan curiosidad, algo de morbo. Pero cuando nos fuimos enterando, quedamos muy impresionados. A la tarde esperamos en el kiosco que llegara la Sexta de Crónica pero el diario sabía menos que nosotros. Durante la tarde al bar empezaron a llegar noticias y fuimos comprendiendo lo que había pasado”.
Muchos de los que brindan su testimonio, probablemente, lo que recuerden más que los hechos puros, son los relatos posteriores de la tragedia, la conmoción inmediata.
Ese día, el Diario Crónica en sus ediciones vespertinas -la quinta y la sexta- mencionó el tema en la tapa, una línea en la cabecera.
A la mañana siguiente Clarín le dedicó buena parte de la portada, junto a una foto del edificio intervenida con una línea dibujada (como las que hacían en El Gráfico para indicar la trayectoria de una pelota) indicando el camino de caída de Cachy.
El periodista Hugo Asch, entonces secretario de redacción de Clarín, contó el año pasado en su cuenta de Facebook la historia detrás de esa tapa, que con el tiempo, se haría célebre. Él estaba en su despacho cuando a media tarde le llegó la noticia. Demasiado inverosímil. Pidió precisiones, envió cronistas. Cuando tuvo certezas supo que debía ser tapa. El Jefe de redacción, Marcos Cytrynblum estuvo de acuerdo. Pensaron cómo ilustrar, cómo titular (un verdadero arte periodístico a veces menospreciado).
Los fotógrafos llegaron al lugar cuando ya no había multitud ni cuerpos desparramados. En esta época de celulares con cámara, todo hubiera sido registrado. Eligieron la foto del edificio con la línea de caída dibujada. Fue a tapa con este título: Cayó un perro de un piso 13° y mató a una mujer. En la bajada completaban el cuadro: Hubo otros dos muertos: una señora atropellada por un colectivo cuando se acercó al lugar y un hombre sufrió un síncope.
Sin redes sociales, sin celulares, los cronistas (sin ego porque esas notas no eran firmadas) con curiosidad, oficio y voluntad pudieron unir los datos e informaciones que estaban desperdigados. Hablaron con porteros, vecinos, empleados de comercios cercanos, policías, fueron a la comisaría, al hospital, a la morgue. Con toda esa información lograron armar la noticia, la historia que 37 años después sigue fascinando al público.
Lo sorprendente es que ninguno de los diarios hizo un seguimiento de la noticia en los días posteriores. Ni una mención más. El tema desapareció por completo. De la portada a la nada.
Y ese silencio se prolongó durante casi tres décadas. El resto lo hicieron internet, las redes sociales. La noticia se olvidó durante décadas hasta que Clarín puso a disposición del público en la web las portadas de todas sus ediciones. Allí alguien la encontró y la subió a las redes sociales. La viralización fue inmediata. Y, por supuesto, la potencia irresistible de una inverosímil historia real. Cuando ya nadie parecía recordar públicamente esa cadena de muertes, la historia en trazo grueso regresó para ya no irse, para convertirse en una de las más repetidas, para ser recordada cada vez que se acerca un aniversario.
En Medianeras, la muy buena película de Gustavo Taretto, se recrea la situación en una escena veloz, en la que se replica la caída de un perro y las cuatro muertes: la del animal y la de tres personas con unas pocas diferencias no sustanciales. Las calles no son las de Caballito sino las de Recoleta, el perro que cae no es un caniche, un taxi atropella a un hombre y la que sufre un infarto es una mujer mayor.
Fue una sucesión de eventos fuera de medida, increíbles, trágicos, ridículos. Un improbable pero muy real dominó fatal.